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Mensaje por Juno Natsugane Sáb Sep 10, 2011 3:34 am

Además del proyecto que ya todos conocen, tengo otro. Es de naturaleza más pequeña. No tengo que crear otro universo porque todo ocurre dentro del universo del Endriago. Lo que quiero hacer son historias sobre licantropía. Tengo una con el argumento escrito del cual intuyo puedo sacar unos seis o siete capítulos.

Más o menos por abril escribí la primera parte del primer capítulo. Hoy lo releí después de leer otras historias que tenía almacenadas por ahí, así que me puse a mejorarlo. Hasta aquí he llegado. Se los dejo. Espero que alguien me lea. Es cortísimo. Por si acaso, ésto empieza y termina. No lo he dejado a la mitad. Por último, quiero agregar que no esperen la continuación porque no creo que la escriba mañana, ni el otro mes, ni en lo que queda del año. Pero si alguien está interesado, puedo enviarle el archivo sobre el argumento de la historia.


Saludos.







LOBOS

Existen tres casos conocidos de licantropía.

La inducida.
La voluntaria.
La espontanea.


Notas.




Con la inocencia de una niña, Meredith Tascher solía pasear por las praderas de Hacienda Grande de Cebada cuando el reloj marcaba las seis. Su rutina era la siguiente: despertar. Levantarse. Dedicarle tiempo a su higiene. Mudarse de ropa. Desayunar. Bajar por los campos que reverdecen con dirección al establo para ordeñar las vacas junto a otras jovencitas mojigatas, en apariencia, que al igual que ella no perdían la oportunidad de revolcarse con un mozalbete intrépido, de filete jugoso, de esos derrama-leche.

Si el semen se mezclaba con el contenido de la cubeta, metían la mano con intención de rescatarlo. Si no se daban cuenta no pasaba nada. La hacienda de por sí era un lugar sucio que se había ido en picada desde que el patrón muriera al darle el beso de buenas noches a su mujer. Un par de días después, ella se ahorca de las aspas de un molino ante los ojos de su hijo que rozaba la veintena. Lo cierto es que el joven lloró por la muerte de su padre durante dos días. Por la de su madre durante uno. Después no volvió a llorar; y con el pretexto que se le acabaron las lágrimas se sumió en los manejos de Hacienda Grande de Cebada, fruto de su padre, a la cual llevaría al declive hasta endeudarse con los militares que gobernaban en el sitial del mundo.

Se endeudó en un santiamén, y desde entonces cada mes les pasó la cantidad de ciento veinte francos –lo que vendría a ser doce calaveras-, además de ofrecerle al general a cargo, tres noches a la semana con un serrallo de hembras, entre las cuales, Meredith Tascher había sido escogida entre las preferidas. Así se aseguraban que no faltase ni una sola vez al ágape del general, festividad que la mujercita disfrutaba pues acudían apuestos jovenzuelos de raza aria, de cabellos rubios enraizados en los trigales del paraíso, ojos verdes como esmeraldas, tez tersa, suave, como la de un bebé, y de una contextura esbelta en un cuerpo escamado de músculos firmes sin llegar al exceso.

Sementales como aquellos príncipes escaseaban entre los hombres de Hacienda Grande de Cebada. Con las justas hubo dos o tres a lo largo de diez años que pronto se vieron engordar tras el matrimonio. Les creció la barriga como una pecera repleta de grasa. Además, tanto el culo como los cachetes se les inflaron. Uno murió de un infarto. El otro se largó a la guerra. Del último nada sé. Sin embargo, de lo que tengo certeza es que aquél que falleció infartado fue en vida el padre de Meredith, nuestra pequeña putilla; la cual, una noche –en realidad debido a la época que se vivía, siempre era de noche-, de regreso del festín orgiástico se encuentra con el único miembro de su familia esperándola a puertas de la cabaña en la que vivía.

El joven, confráter del hacendado, estaba de pie observando la luz de las estrellas que resplandecía bajo las llamas de un sol tan oscuro como siniestro. Era el sol negro para los militares, el sol negro para los lugareños, el sol negro para todo aquel que apreciara su miserable vida. El sol negro era la única deidad.

—Que haces allí, Aaren —le dijo Meredith antes de cruzar el umbral.

Como no hubo respuesta la mujer se quedó observándolo con un gesto descarado. El joven no tenía la malicia denotada en la mirada de otros hombres de su edad. La suya estaba oculta tras un velo oscuro como el que envolvía a la hacienda. Meredith recordó cómo la veían los oficiales de la mansedumbre que apenas afrontaban una vida de guerras y asesinatos. Algunos mezclaban el placer con la furia mientras que otros, la furia con el placer, durante cada embestida a su templo en ruinas. Quizá en otros tiempos cuando era más joven hubiese tenido asco; pero ahora a sus veintitantos abriles, a aquellos encuentros de sadismo abanderado de compinches como el barra de acero, el maza con púas, y el látigo de tres colas o, raboediablo, les había agarrado verdadero gusto. Meredith iba y venía tres veces por semana de la mansión en la que se hospedaba el general. A veces le regalaban unos cuantos francos, lo suficiente para comprarse vestidos de seda confeccionados por hilanderas de prestigio a quienes conocía en las orgías. De ese modo se envestía como una puta de lujo; y de paso, le sobraba dinero para darse gustos a escondidas de su hermanastro.

A escondidas, porque si el menudo vago la descubría con unas cuentas monedillas en la talega, seguro forcejearía con ella para arrebatárselas toditas, toditas, toditas; y es que Aaren, fiel partidario de nuestro endeudado hacendado, aunque conservaba un temple de lacayo ante la mayoría de los ojos del pueblo, pocos conocían que era un practicante de un arte desconocido tanto en el campo como en la ciudad. De hecho, pese a que el gobierno había fabricado máquinas para producir energía en base a vapor –que era como decir, lo último en avanzada-, era incapaz de comprender los métodos oscurantistas a los que Aaren Tascher recurría para obtener favores de deidades incomprensibles para la mente de sus iguales. Incluso el general a cargo del cantón del que la hacienda era parte, casi incrédulo, se las ingenió por medio del hacendado para recurrir a los servicios del joven Tascher. Deseaba solicitar una misa de sanación por el alma de su hija, quien había contraído la temida peste roja desatada en el sur. A cambio de dieciséis francos la hija del desgraciado estuvo rebozando de buena salud. «La vida de mi hija no vale diecisiete», reclamó el condenado en el regateo. Condenado pero sensato. Muy sensato.

Quizá todo esto le haría a creer a quien hurga en este documento, que los problemas económicos para Aaren Tascher estaban del todo solucionados. Sin embargo, el manejo de estas artes no suele llevar a nada bueno, y Aaren no sería excepción a la regla de antaño.

Si para ese entonces había ganado un dinerito que podía gastar en los servicios de un barbero, una camisa fina con un juego de pantalones, un saco a su medida, además de una botella de vino de treinta años de cosecha, tendría que tirar más de las tres cuartas partes en deudas con otras gentes tan, o más extrañas que lo que aparentaba ser. Quienes le habían conseguido las hierbas para sus conjuros eran los más beneficiados. Quienes le proveían de los conocimientos, se beneficiaban tanto como sus proveedores. Aunque también había cierta gente que se favorecía menos que ellos, e incluso, menos que él. Pero si Aaren continuaba inmiscuido en la práctica del oscurantismo, no era porque no podía salirse de su círculo; sino, porque ganaba beneficios adicionales que disimulaba con prudencia. Para empezar, era dueño de un olfato lobuno. Podía oler la sangre a millas de distancia, y si la tenía en sus cercanías diferenciaba el olor a sangre de pollo del de sangre de menstruo, e incluso, decía para sí mismo que la sangre del hombre negro hedía como no hiede la del blanco. Se lo repetía casi como se lo decía a su madre, una mujer tuerta que vivía con él en la misma cabaña donde dormía Meredith, que era la misma en la que el padre de la doncella murió infartado, la misma de donde decidió irse para no volver nunca más.

Su decisión la tomó hacía sólo unas cuantas horas. Horas en las que Aaren meditó bajo la sombra de su cabaña. Tenía la mirada perdida en dirección a las estrellas, allá arriba, donde resplandecía un trozo de luna. La luna no había vuelto a ser la misma desde que empezó a caerse en pedazos. Entonces Meredith la putilla gritaba su nombre. Pero el larguirucho oscurantista ignora su llamado. Estaba pensando en su madre. Le había dicho que se iba. «Vámonos.» Le gritó. «Ya no tenemos nada que hacer aquí.» Pero el mozalbete se negó. Argumentó una mejoría en la producción de la hacienda. Seguro serviría para cancelar la deuda que su compinche, el hacendado, tenía con la milicia. Lo cierto es que si era un pretexto o no, no lo sabía ni su madrecita. Quizá si hubiese sido más honesto se habría salvado. Pero no. No lo era. Aaren era un hombre callado la mayoría de las veces. Alto como una torre sin garbo. Delgado como un tallo de flor marchita. Su mirada, ladina en sus adentros retorcía su miserable sonrisa; mientras que su cabellera revuelta de cerdas argénteas con hebras negras, lo envolvía en un enigma como el que opaca el semblante de un ladrón. Sicario era además, y como todo partidario de la sica, contaba con un respaldo compuesto de aristócratas que manejaban el gobierno como una marioneta de cirqueros. Por tanto, el joven podía vivir tranquilo; y así vivió hasta esa noche en la que Meredith llegó finalizado el bacanal. Aaren estaba molesto y melancólico porque sabía que no irse con su madre implicaba un peligro para el designio que tanto habían luchado por revertir; sin embargo, pensaba que en el peor de los casos su nariz de lobo lo salvaría. Así podría reencontrarse con la vieja a la que los años habían deformado mientras sus maldades le pesaban sobre una gran joroba. Así pensaba el larguirucho Aaren hasta que llega Meredith, la zorra, a quien veía como zorra además de putilla, pero ni por acá como hermanastra, ni amiga; y como estaba con el diablo del alcohol metido encima, al mirarle el escote le entraron ganas de saciar su apetito de carne. Los ojos grises se le hincharon mientras salivaba su lengua. Se acercaba a la mujercita paso tras paso. Desenvainaba la sica con la que cortaría su blusa para que el busto generoso se desprendiera. Derramaría sudor de zorra. Sería el ángelus. El estallido de su simiente adormecida por años.

Quizá el tiempo en que duró el forcejó fue una experiencia hórrida al lado del sadismo del que Meredith había gozado entre las nalgas. Quizá… sólo quizá… porque aunque tanto su semblante como su cuerpo se negaban con desprecio, por dentro gozó de un tirón de pelos que la llevó a rastras a la casucha. Cuando Aaren tumbó la puerta con el taco de su bota, la lanzó sobre un hervidor para hacerla suya. Meredith se dio de cara contra la tetera, y el agua se derramó en hirviente catarata. Ay qué dolor. Mala suerte la suya. De súbito saltó el arrebato, el grito de la furia; y entonces la puta, ante un atontado Aaren con la cuchilla empuñada en la mano, corrió a campo traviesa como alma que lleva el diablo hasta que desapareció.

-¡Vuelve! –gritaba el condenado haciendo bocina con las manos- ¡Vuelve! ¡Zorrilla! ¡O no habrás de quedar ni para simiente de rábanos! –Aquí se detuvo. Oía su respiración como un susurro que apagaba el ardor de su cuerpo. Había fracasado. Entonces se aferró a la empuñadora mientras agitaba la melena con dirección al oeste para murmurar entre dientes una especie de maldición: -Nequaquam immortalitatem induet.- Cruzó el umbral de su cabaña. Cerró la puerta. Había desaparecido.


Juno Natsugane
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